Un juicio llegó hasta la Corte Suprema de Justicia para definir si las torturas a combatientes en Malvinas por parte de sus superiores prescribieron o son de lesa humanidad. Exclusivo en Democracia: el doloroso relato de quienes padecieron los vejámenes. Todos los detalles de la causa
"El 27 de mayo llevábamos ya dos días completos sin comer nada. El 25 habían hecho un circo del día patrio y nos dieron solamente un chocolate caliente. Cuando terminé mi guardia me fui a buscar comida y le llevé a mis compañeros. Volví para descubrir que mi suboficial estaba diciendo que yo había abandonado mi puesto. Le expliqué que mi guardia había concluido, pero decidió estaquearme.
"El 27 de mayo llevábamos ya dos días completos sin comer nada. El 25 habían hecho un circo del día patrio y nos dieron solamente un chocolate caliente. Cuando terminé mi guardia me fui a buscar comida y le llevé a mis compañeros. Volví para descubrir que mi suboficial estaba diciendo que yo había abandonado mi puesto. Le expliqué que mi guardia había concluido, pero decidió estaquearme.
Mis compañeros, pero sobre todo los de la clase anterior, le decían que no jodiera, que no me castigara, si había traído comida para todos. Pero el cabo Pierre dijo que yo tenía que aprender una lección, me llevaron hasta al lado de un tanque de nafta y me estaquearon ahí. Hasta último momento yo pensaba que era una amenaza nada más, pero cuando me hicieron tirarme al piso me di cuenta que iba en serio.
Me ataron las manos y los pies con las sogas de carpas y a eso le ataron estacas de 30 cm de alto que enterraron casi por completo. Me pusieron un pedazo de tela encima y se fueron. Eran las 4 de la tarde, a eso de las 7 –en el medio de un bombardeo inglés– me desmayé por el frío. A las 12 de la noche unos compañeros de pozo me vinieron a buscar y me llevaron con ellos. Los oficiales ni se acordaban que me habían dejado allá. Por suerte ellos me dieron abrigo y al otro día me llevaron a la guardia médica, que les dijo que me salvaron porque yo me debería haber muerto por el frío”.
El relato es del ex combatiente Darío Rubén Gleriano, de Mar del Plata, a Democracia. Al igual que otros soldados, recibió un castigo cruel y perverso por parte de sus superiores. Había entrado en marzo de 1982 al servicio militar en su ciudad bonaerense, y un mes después estaba en las Islas Malvinas para combatir una increíble guerra contra el imperio inglés.
Sin instrucción, tuvo que valerse por su cuenta para lograr sobrevivir. Su caso es uno de los 74 que hicieron la denuncia en la Justicia, que unificó las causas contra 80 militares en un proceso federal en Comodoro Rivadavia. Desde allí se determinó que se trata de delitos de lesa humanidad –es decir, que no prescriben–, algo que fue ratificado en primera instancia, pero luego desestimado por Casación Penal, que ordenó archivar el procedimiento.
Sin embargo, desde el Centro de Ex Combatientes de La Plata y ahora el procurador general interino de la Nación apelaron dicha decisión, y el asunto pasa a las manos de la Corte Suprema de Justicia, que deberá determinar la validez de sus planteos (ver recuadro).
El ex secretario de Derechos Humanos de Corrientes Pablo Vassel fue el motor de la denuncia colectiva. Alertado por los relatos de soldados de la provincia, se contactó con quienes hicieron pública su denuncia en otros puntos del país para hacer la presentación grupal. Una de las trabas más importantes fue la falta de registros para demostrar los hechos, ya que prácticamente no hay imágenes de las torturas, dado que los fotógrafos enviados eran controlados y elegidos por la dictadura militar.
demás, cuando volvieron al continente los mantuvieron durante una semana incomunicados en Campo de Mayo: “Nos engordaron, porque habíamos perdido mucho peso, nos limpiaron y nos llenaron la cabeza con que no teníamos que contar nada de lo malo que habíamos vivido. Recuerdo que nos dieron una planilla donde si uno había sufrido algo que quería destacar podía hacerlo: yo puse que mis superiores me habían estaqueado, pero rompieron esa ficha mía”.
Todavía hoy, Gleriano recuerda las sensaciones de frío y pánico que vivió esa jornada: “Lo primero que hice cuando vi que se iban no fue pensar en que quedaba abandonado, sino que me iba a poder zafar. Intenté un rato largo soltarme, pero la soga congelada no la podía desatar, y habían enterrado las estacas de casi 30 cm por completo en el suelo. Ahí sí me empecé a volver loco de miedo: insulté a mis superiores a los gritos y pedía que alguien me ayudara, pero no me escuchaba nadie. Mi principal preocupación era estar clavado al lado de tanques de 150 litros de combustible. Siendo una posición antiaérea, recibíamos bombardeos navales durante casi todo el día, que intentaban cubrir los ataques de los aviones a nuestras posiciones, y si caía una esquirla sobre cualquiera de los depósitos… me aterraba morir quemado, dicen que es la peor de las muertes. Fue durante el bombardeo de ese día que me desmayé. Por suerte, pude contarla”.
Pese a haber sobrevivido ese día, Darío recuerda la desesperación porque finalizara el combate y el abandono que sentía de parte de quienes lideraban los escenarios de la guerra. “Llega un momento en el que no das más. Querés que se termine todo, como sea. No te importa si vas a ganar o perder, si termina con que te vas a tu casa o te cae una bomba, vos lo único que querés es que se termine todo eso”.
Treinta años después de la guerra, el soldado pudo volver a las islas. Con el juicio contra quienes lo torturaron todavía sin definición, las vivencias de aquel 27 de mayo siguen frescas en su memoria.
Durante una semana de abril, entre las visitas al cementerio y las recorridas por las zonas en las que estuvo, logró identificar el punto exacto donde estuvo estaqueado en 1982. Se sentó varios minutos sobre el lugar, pensando, sin poder entender aún hoy por qué “los que tenían que cuidarme, enseñarme, fueron los que me torturaron. Se suponía que ellos estaban ahí para liderar, por mérito propio”.
Una de las noches en las Malvinas no pudo dormir y se fue a la una y media de la mañana a caminar sin saber adónde se dirigía, hasta que llegó: estaba en el viejo “pozo de zorro” que habitó durante tanto tiempo con su mejor amigo, que falleció en la guerra:
“Me sirvió mucho, no para cerrar una herida, eso es imposible, pero sí para poder desahogarme mucho. Lloré tranquilo sin nadie que me viera. Grité las puteadas más fuertes contra la dictadura y contra mis superiores. Unas horas después vino el compañero con el que había viajado a buscarme, preocupado. Hablamos todavía un rato más ahí al lado del pozo. Le conté que cumplí 19 años en ese lugar, que mis compañeros me lo festejaron con una gallina robada: fue el pollo más duro de mi vida, pero también un recuerdo hermoso de camaradería. Revolvimos un poco la tierra y encontramos una manta de aquella época, congelada y arruinada. Corté un pedacito de tela y me lo traje. Ojalá pueda volver todos los años, pero quiero hacerlo con mi familia: llevar a mis tres hijos y mostrarles esos lugares tan importantes para entender quién soy, quién fui. Además, a los ingleses les molesta que vayamos los argentinos para allá, así que tenemos que ir cada vez que podamos”.
Al igual que a Darío Rubén Gleriano, a Pablo de Benedetti –oriundo de Olivos, el menor de cinco hermanos, que ingresó al servicio militar en febrero del 82– sus superiores lo tomaron de punto: un día le hicieron un simulacro de fusilamiento; otro, caminar recorriendo el campo minado; y varias veces, por cualquier cosa, lo obligaban a meterse en un pozo que se había inundado –con el agua helada hasta la cintura–. Cuando este semanario le preguntó cuáles eran los motivos por los que sufría semejantes castigos, De Benedetti responde con firmeza: “No hay nada que pueda justificar las torturas y semejante ataque a la dignidad de un ser humano. No había razones para eso”.
El joven de 19 años había sido “marcado” por los militares desde la conscripción. Al igual que el resto de sus hermanos, intentó por todos los medios evitar el servicio militar; a diferencia de ellos, no lo logró.
“No quería que me cortaran el pelo, estuve dos semanas adentro de un regimiento sin hacer nada mientras esperaba que se decidiera si iba a tener que hacerlo o no. Cuando llegó el aval para que me quedara ahí, ya me habían tildado de rebelde”.
Casi un mes y medio después, durante el fin de semana de Pascuas, volvió por una noche a su casa para avisarles a sus padres que se iba a la guerra. Su tarea en las islas fue la de minar zonas del territorio malvinense.
De más está decir, no tenía ni una instrucción básica para hacerlo. “En el avión que nos llevó a Puerto Belgrano nos dieron una charla de 20 minutos. Eso fue todo”, explica. Los castigos que recibía en el continente –correr, salto de rana, etc.– se profundizaron en las islas. Desde recién llegados, muchos soldados pasaron hambre y recibieron el desprecio de sus oficiales.
En el caso de Pablo, su verdugo se llamó sargento Romero. “Una vez vi que estaba el camioncito repartiendo agua. Caminé 100 metros para cargar la cantimplora y volví a mi puesto. El sargento me estaba esperando. Me dijo que había abandonado mi puesto y me obligó a meterme en un pozo inundado durante quince minutos”.
En otra ocasión, por robar comida por el hambre, el castigo fue forzarlo a recorrer un territorio que horas antes había sido llenado de minas. Romero le ordenaba hacer “cuerpo a tierra” donde creía que podía haber un explosivo. Con el paso de los días, el oficial reforzó su sadismo: lo mandaba al pozo inundado por “mirarlo mal”, por “responder sin ganas”, por lo que fuera. Llegó incluso a apoyarle un rifle en la cabeza y gatillar. No pasó mucho desde su llegada para que su cuerpo comenzara a sentir las torturas.
En la primera semana sentía los pies hinchados y congelados. Cuando lo mandaban al pozo lo obligaban después a no secarse y quedarse con el agua y la ropa congelada puesta. Desarrolló un serio caso de “pie de trinchera”.
Sus compañeros lo llevaron al médico de campaña, ubicado a pocos metros de su posición. Le ordenó medicarse a diario y quedarse junto a alguna fogata todo el tiempo que fuera posible. Pero Romero tenía otra receta. “Me dijo que él sabía cómo curarme: tiró el remedio y me mandó al pozo inundado para que aprendiera”. A fines de mayo, cuando los trabajos de minado estaban concluidos, los trasladaron hacia un galpón. Pablo apenas podía caminar del dolor.
El médico lo volvió a examinar y lo internaron en el hospital militar. Desde allí ordenaron su traslado a Puerto Belgrano nuevamente. Las enfermeras le lavaban los pies cuatro veces al día. Entre tres mujeres lo agarraban mientras otra le pasaba un cepillo y desinfectante para evitar que su pierna se gangrenara. “El dolor era insoportable. Tenía la piel toda desgarrada por el frío y la infección. Tuve que hacer muchos años de tratamiento médico y rehabilitación para volver a caminar con normalidad”, recuerda en diálogo con Democracia. Pese a los tormentos que soportó, Pablo sostiene que “no todos” los oficiales y suboficiales aplicaban torturas a sus dirigidos: “No había una orden, así que dependía de la suerte, de quién te tocara. También hubo casos muy nobles, de gente que compartía sus beneficios con los soldados. A mí me tocó uno de los peores”.
Cuando se reencontró con su familia, intentó denunciar las vejaciones de las que fue víctima: desde un organismo de ex combatientes en formación, contaba en charlas en escuelas y lugares públicos lo que había vivido. A las pocas semanas comenzó a recibir amenazas. Buscó protección del gobierno de Alfonsín, pero le dejaron en claro que no se había terminado de desmantelar el enorme
aparato represivo, por lo que no podían asegurarle tranquilidad. En las reuniones, tanto ex compañeros como superiores lo acusaban de favorecer –al divulgar la verdad– los intereses de los ingleses y de “desmalvinizar” a la población.
Finalmente, desistió durante varios años del relato, hasta que los ex combatientes de La Plata lo acercaron a la Comisión Provincial por la Memoria, que recibió su testimonio y lo incluyó en la presentación judicial. Con menos de 20 años, sin siquiera 60 días completos de instrucción militar, los dos jóvenes fueron enviados a una guerra para la que no estaban preparados. Pese a eso, intentaron cumplir con las tareas que les asignaron. A los ataques de un enemigo despiadado se sumó el comportamiento irresponsable, sádico y vergonzoso de aquellos que tenían a su cargo liderar a las tropas.
Los mismos que comían en casas que ocuparon mientras sus soldados dormían con hambre en pozos inundados, que se escapaban del combate cuando se presentaba y que aún hoy, 30 años después, siguen sin haber recibido sanción o castigo alguno.
Fuente: Por Gabriel Calisto / Diario El Atlántico
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