Por Roberto Caballero / Tiempo Argentino
Sanz dijo que si gana Cristina hay ‘riesgo institucional’. La Nación habla de ‘cesarismo’. Pretenden instalar la idea que la presidenta obtendría la suma del poder. Pero ni siquiera superando el 50% alcanzaría mayoría en Diputados en octubre. El acecho a la gobernabilidad: cómo transformar una victoria en una derrota lenta.
La oposición está tan aturdida y desconcertada, que para salir del error vuelve a repetirlo. Está claro que el voto de la mitad más uno de los argentinos por Cristina en las Primarias no estaba en sus cálculos. Creyeron que la realidad era la que aparece en zócalos de TN y las tapas de Clarín y La Nación, y protagonizaron un papelón histórico. De algún modo, fueron víctimas del monopolio. Pero esto no los exime de responsabilidad; por el contrario, los muestra tal y cómo son: satélites de grupos corporativos que intentan que el conjunto de la sociedad asuma sus problemas (algunos de caja, otros penales) como propios.
El radicalismo extraviado, el peronismo de derecha, el socialismo sojero, el mesianismo de la Coalición Cívica y la vanidad de Pino Solanas, confundieron los abundantes segundos de TV y el amplio espacio en la prensa gráfica a sus candidatos, con un cambio de humor social y político desmentido por el resultado. Leer Clarín y La Nación, según parece, es un atajo a la derrota.
Pero persisten en el error, como esas mariposas que chocan una y otra vez contra la lámpara, hasta que caen al piso sin posibilidades de remontar vuelo. Toda la histeria discursiva de esta semana (las elitistas declaraciones de Ernesto Sanz, la resignación antisindical de Javier González Fraga y la cuasiapelación al voto calificado de un Biolcati 100% puro) fueron reacciones instintivas a una columna editorial de La Nación escrita por Carlos Pagni, que los acusó de haber renunciado a cambiar la historia, nada menos. Pagni, alter ego periodístico de Fernán Saguier, los maltrató con prosa afilada y ellos entendieron que debían decir algo, aunque fuera algo torpe. Y así lo hicieron, y así deben haberle arrimado unos votos más a Cristina, porque Fito Páez puede enojarse con lo que eligen los votantes (es un artista), pero un político, no. Salvo que esté quemando las naves o haya decidido fundar una secta, de esas que se autoconvencen de que la verdad es patrimonio de minorías iluminadas y espere un milagro, como Jorge Altamira.
Lo cierto es que La Nación pidió y ellos eligieron, una vez más, hacerle caso. De hecho, ya adoptaron la principal línea argumental de Pagni y Saguier, que dice que la Argentina se encamina a una especie de monarquía constitucional si Cristina repite el voto de las Primarias en octubre. Inteligente sofisma, que por perverso niega lo obvio: el voto es la expresión democrática por excelencia. Ahí se refleja la voluntad ciudadana. Quizá sea necesario recordar que el golpe de Estado del ’76 no fue consecuencia de la victoria por más del 60% de los votos de la fórmula Perón-Perón en el ’73. Había un plan económico excluyente, amasado en las sombras por civiles, que necesitaba una reingeniería criminal de la sociedad para poder ser concretado, en beneficio de empresarios y financistas, muchos de los cuales fueron y son editorialistas de La Nación, cuando no tributarios de salutaciones póstumas en sus necrológicas a doble sábana. Así, hicieron estallar el pacto social que proponía el peronismo gelbardiano, alentaron el divisionismo político y sindical, enmarcaron la lucha ideológica en la disputa Este-Oeste (en su versión, la guerrilla era solamente alentada por Cuba en su afán revolucionario continental y nada tenía que ver en su origen la proscripción y la violencia estatal) y, finalmente, convencieron a las FF AA de practicar la más salvaje represión de la que este país tenga memoria. No fue el voto popular el que hirió de muerte a la democracia conflictiva de entonces: fue el egoísmo antisocial de la Sociedad Rural, el de las empresas transnacionalizadas y el reflejo fragotero del radicalismo de aquel tiempo, que proveyó a la dictadura de cientos de intendentes, junto a los socialistas –mal llamados– democráticos. Vaya paradoja: con el aval de los medios que hoy se rasgan las vestiduras por el “desequilibrio institucional”.
Ayer y hoy, La Nación sigue siendo tribuna de doctrina de una Argentina pequeña, que intenta subordinar la complejidad y la riqueza del hecho político a su mirada reaccionaria. En esto, al menos por el momento, La Nación quedó casi sola. Su socio en Papel Prensa, el Clarín de Héctor Magnetto, no puede seguirle el paso, embarrado como está en una utopía impracticable: vender un diario y un canal de noticias opositores a audiencias que dejaron de serlo y hoy votan a Cristina. Ellos eran el “puntero” del sentido común de las clases medias. Algo dejó de funcionarles.
La Nación piensa más, es el diario estratégico de una élite que lleva más de un siglo en el poder. A su lado, Clarín es apenas un boletín de agitación del secundario. Mientras La Nación detecta que el contundente triunfo de Cristina prefigura un escenario de mayorías electorales casi imbatible e instala rápidamente la discusión por la presunta rotura del equilibrio, el pavloviano Clarín de Magnetto saca a relucir casos de inseguridad, corrupción real o aparente y denuncias cómicas sobre fraude, toda la agenda que ya le fracasó.
Hay inteligencia, y mucha, detrás de la idea de asociar la victoria kirchnerista al “cesarismo”, como pretenden Pagni y Saguier. No son palabras inocentes: la Roma de los Césares acabó en llamas. La constante apelación a un imaginario trágico, regado de símbolos y figuras apocalípticas no es casual. Así viven, de modo fatigosamente alarmante, la intensidad del voto popular. El devenir se les presenta como una emboscada. Meten miedo porque lo tienen. Pero la alarma, como el estrés, los hace pensar mejor y más profundo que sus socios. Presentar algo falso como si fuera cierto y que no se note tanto o se note poco, es un desafío a la inteligencia, sobre todo si la realidad desmiente sus maquinaciones antikirchneristas: no hubo una presidencia más débil que la de Cristina. Ella no tuvo mayorías legislativas desde el lock out agropecuario, ni blindaje mediático, ni vicepresidente leal, ni Corte adicta, ni Presupuesto en 2011, ni marido últimamente. Es más, si en octubre repitiera el brillante desempeño electoral del 14 de agosto, tampoco obtendría quórum propio en Diputados.
Mientras la oposición continúa desorientada por la paliza del último domingo, la derecha empresaria que se expresa en La Nación comenzó a pensar en el escenario postelectoral, marcándole la cancha a una futura reelección: si Cristina gana, como todo hace prever, la quieren aún más débil, afrontando el síndrome del “pato rengo” y sin mayorías parlamentarias. Quieren condicionar la gobernabilidad: si va a triunfar –piensan– que lo haga en un escenario de conflictividades crecientes, sin autonomía de ningún tipo y con la oposición trabándoles las leyes en el Congreso. Necesitan transformar la victoria oficial en una derrota lenta. Ya trabajan para eso. Como se ve, la trampa está tendida. La madurez democrática de la sociedad tiene la última palabra.
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